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En este nuevo artículo de #DevinosAlPlato vamos a hablar de un viaje. La experiencia fue impresionante y hermosamente efímera. Duró un solo día, el pasado 2 de noviembre, bueno para ser honestos: de la noche del domingo, cuando mi amigo Cody y yo nos plantábamos en las calles de Burdeos, a la noche del lunes, cuando descansábamos ya en nuestras camas listos para el servicio del martes. Disfrutar y perdernos entre gastronomía y vinos era nuestro objetivo y sin duda fue mi mejor día libre desde que vivo en Euskadi. Nuestras expectativas se superaron y la ciudad nos regaló 20 fantásticas horas. De lo único que me arrepiento es de no probar los famosos Canelés de Bourdeux. Una pena, mi maestro paste-panadero me había contado algunas historias sobre su creación pero al final tiré por las Baguettes. Lo veremos después, empezemos.
Aquella iba ser una mañana frenética. Como cada domingo, tocaba a correr para sacar los pintxos y la mise en place del servicio debía quedar cerrada lo antes posible. Entre tortillas y revueltos de hongos, uno de los jefes comentó la escapada que iba a realizar a Burdeos nada más acabar el mediodía. Tenía que afrontar un par de gestiones. Cody estuvo rápido y le preguntó si era posible colarse en el asiento trasero de su coche. En ese momento yo pasaba por ahí y tras una mirada de complicidad, la conexión Tenesse-Madriz se ponía manos a la obra. No tuvimos problemas para convencerle ya que su precio era no cuidar de nosotros. Estaba todo arreglado, nos dejaría en el Centro y nos recogería en el mismo sitio sin preguntar qué o cómo nos la habíamos arreglado. Dicho esto, nada más acabar el servicio, el capitán América se puso a buscar piso mientras yo sacaba los últimos Financier. Al llegar a casa hicimos la maleta, en la que no faltó algo de chorizo español, por si las moscas. Cámara en mano nos subimos al Polo serie 1 que nos esperaba ansioso en la puerta de casa. Cuando arrancamos no dimos crédito a lo que estábamos emprendiendo. Dejamos atrás Abadiño y a punto de coger la carretera de Donosti decidimos hacer parada estratégica en la Okindegia de Matiena. Si alguna vez tenéis oportunidad de pasar por este pueblecito os recomiendo tomaros una palmera en esta panadería. Yo me he aficionado y acostumbro a ir probando las diferentes versiones de su hojaldre. Es familiar y merece la pena dedicarle una visita si pasas por la zona. Tras la parada arrancamos definitivamente para nuestro destino.
Lo siguiente que recuerdo es la entrada Burdeos. El cansancio pudo conmigo pero al llegar allí las fuerzas volvieron. Ya asentados, teníamos hambre y curiosidad por probar de todo. No lo meditamos mucho, decidimos caminar dirección al Centro. Eran las 12 de la noche y pocos restaurantes habrían sus puertas para nosotros. Prácticamente todo cerrado salvo un par de pubs que pese a que permanecían abiertos ya no servían bebidas. Me da la sensación de que en nuestro país hay más vida nocturna y la hostelería en general funciona hasta más tarde. Pese a todo seguimos caminando y acabamos en algo una zona muy parecido a la milla de oro de Serrano. Una tienda de mostaza de Dijon, un restaurante español con una centena de jamones colgando, una tienda de bombones… menuda tortura. Ya al final de la calle, cercando el río, encontramos una feria con una noria gigante y con el ímpetu del momento decidimos montarnos. La imagen era grotesca, pero sin duda armonizaba con la sintonía del viaje. Verse con un tipo grande y tatuado en lo alto de una cabina de noria con media docena de churros de feria, era sinónimo de que el viaje empezaba bien. Desde allí pudimos contemplar la belleza de Bourdeos y también orientarnos para dar el siguiente paso.
La iglesia de St Louis des Chartrons. Este tramo de la noche transcurrió en la zona norte del centro. Allí decidimos alquilar unas bicis. Es interesante porque por 1,50 € puedes disfrutar de 24 horas ilimitadas de bici. No son igual de modernas que las recientes bicis a motor madrileñas pero si más funcionales y económicas. Resultó una buena idea porque a eso de las 2 de la mañana pudimos recorrer el Centro casi entero y llegar a nuestro destino esperado, un restaurante. Cuando viajas a Burdeos, esperas encontrar un bistro donde te pongan un buen vino tinto de la casa o de la región (que por algo es conocida) , aunque la realidad era otra por eso nos conformamos con un Kebap. No te diré el nombre porque no importa, pero si he de comentar una impresión relacionada con viajes recientes. Después del viaje a Italia que disfruté este verano y tras esta visita a Francia me he dado cuenta de la pésima calidad de esta comida rápida turca en España. En los tres países los Kebaps suelen pertenecer a turcos o por lo menos a alguien de un origen similar. Lo que me gustó de Francia e Italia fue su capacidad para entender el territorio. En Italia debido a su tradición con la masa de pizzas, estos establecimientos (que las venden a parte de lo turco) cocinan el pan del Kebap al momento. La misma masa que usan para la pizza o la piadina (especie de pizza doblada a la mitad y cocinada a la plancha) la utilizan para el Kebap. Quizá no sea la indicada pero se agradece que se prepare al momento. En Francia sucedió algo parecido. En este caso los dueños eran de la India y como pan ofrecían los famosos naan. Tras el Kebap volvimos a casa, el lunes iba a ser largo y había que descansar.
A la mañana siguiente nos despertamos considerablemente pronto. Nos dividimos. Él fue a entregar las llaves y yo, que era el que “dominaba” la lengua, conseguiría el desayuno. El chico que nos alquiló la casa me recomendó una panadería-pastelería. chocolateria siguiendo la misma calle donde dormimos pero dirección contraria al Centro, Luc Dorin. El ambiente parecía refinado y elegante, en poca sintonía con el barrio. Al entrar, la vitrina central se divide entre chocolates, bollos y panes. Quise probar un poco de todo y me compré un croissant, una baguette y un éclair. Bastante bien, se nota el cariño que los franceses ponen a la gastronomía. El croissant crujiente y con un rico sabor a mantequilla, no como las margarinas industriales a las que estamos acostumbrados en España. La baquette crujiente, requemada por fuera y con un sabor ácido a masa madre. Y por último el éclair, con una crema de café digna de los cuatro euros del precio.
Una vez desayunamos tomamos de nuevo las bicis y rumbo al río. Aquello ya era otra cosa. Las calles estaban llenas de gente y sobre todo me sorprendió la cantidad de jóvenes que había en el lugar. Decidimos volver al barrio norte desde el Centro, al lado de la misma iglesia donde el día anterior habíamos cogido las bicicletas. De camino aproveché para buscar un encargo de vino. Mi maestro panadero (que como los compañeros de este blog, es un enamorado del vino) me había dejado encargada una botella de Chateau La Providence. Paseando por una de las calles principales de Burdeos encontré Badie, casa fundada en 1880. El lugar es precioso. Poseen dos chaflanes enfrentados, en uno venden vino y en el otro champán. Cuando entras tienen unas estanterías de madera y varias escaleras correderas para alcanzar a los vinos que se encuentran en lo alto de unas paredes con techos altos. Los trabajadores muy amables y atentos. En cuanto nombré Cht. La Providence del 2000 situaron el pedido. Quizá esto es normal, pero en ese momento me pareció algo a remarcar. Con la botella en mi mochila y de nuevo con la bici nos dirigimos rumbo a la iglesia. El bulto que llevaba encima empezaba a pesar bastante entre la cámara, el vino, el Charlie Hebdo, el chorizo, etc… Con tanto ejercicio, ya había hambre de nuevo. Por los alrededores encontramos La Bocca. Se trata de una Épicerie o tienda de comestibles situada enfrente de un restaurante con el mismo nombre. Me dio la sensación de que estaban relacionados de alguna manera ya que ambos compartían nombre y gastronomía. La tienda es hermosa. Fuera, en una acera terriblemente estrecha, cuenta con una mesa y una pequeña barra con 4 taburetes donde te puedes sentar a comer algo rápido. Por dentro recuerda a un establecimiento clásico de ultramarinos, pero en versión gourmet. Cuentan con una amplia variedad de conservas y productos secos repartidos por estanterías de madera que sirven a la vez de decoración y de tienda. En el medio, justo enfrente de la puerta, una vitrina de vidrio donde los embutidos italianos y un par de entremeses variados tipo aceitunas, anchoas, etc,.. llaman la atención del cliente. La calidad de la oferta (cara para el bolsillo de un cocinero de 20 años en prácticas) valía su precio. Fue la pancetta lo que primero entró por mis ojos. Este verano en mi viaje a Italia la descubrí y desde entonces es una de mis chacinas favoritas. En España también tenemos panceta, pero en su versión italiana, se sala enrollada y se recubre con mucha pimienta negra. En algún momento de mi regocijo entre tantos productos impresionantes, Cody descubrió que se hacían bocadillos al gusto con bebida por 6 euros. Nos decidimos a probarlos. Algo de procciuto, pecorino y tomates secos para mi. Lomo, parmesano y alcachofas para mi compañero de viaje. Unas combinaciones geniales acompañadas por una Moretti, a la cual también me aficioné este verano. La Moretti es una cerveza rubia refrescante muy parecida a nuestra Mahou y al resto de rubias del sur de Europa. Comparto el concepto del lugar y salí contento del sitio. Me recordó bastante a cuando años atrás visité Nueva York con mi familia y mi padre y yo desayunábamos bocatas de salami y tomate seco en una charcutería de Little Italy. Bocadillo en mano nos dirigimos al río donde un templado sol de invierno nos esperaba. Fue bastante relajante. Sentarse a comer en un banco después de llevar pedaleando todo el día. A los franceses les gusta comer en la calle tipo informal picnic y debo confesar que a mí también.
Una vez acabada la comida y con las bicis a punto decidimos cruzar el puente y dar la vuelta por el otro lado del rio. En la zona Este no encontramos nada sugerente a excepción de un pabellón okupa con unos grafitis originales. Cruzando de nuevo el río nos dirigimos sin saberlo al barrio árabe (o así lo bautizamos nosotros). Allí encontré mi segunda baquette del día. La Panadería, llamada La Bolanguerie (curiosamente), ofrece al público una vista completa al obrador con la critalera que da a la calle. Dentro pedimos una baguette de trigo integral y una quiche lorraine. El dueño hablaba inglés y nos estuvo contando sobre los panes que elaboraba. Le pedimos que nos recomendara su favorito y nos llevamos la última baguette integral. Una vez más la corteza era crujiente y deliciosamente requemada por fuera. El señor nos explicó que tenía una proporción bastante alta de masa madre y efectivamente comprobamos que en el gusto era un tanto más ácida que la de por la mañana. Aunque Baguettes hay numerosos tipos, la calidad del pan callejero es muy superior al pan brillante e industrial que tanto se ve últimamente en las casas españolas. Hago un inciso para explicar mi desilusión y enfado hacia la “cultura panera” española actual. Es preocupante que se esté perdiendo el sentido crítico del pan y la gente prefiera pagar unos céntimos menos por un pan poco cocido, que resulta un producto sin amor ninguno y sistematizado en una cadena de producción de horno industrial. Me preocupa porque en nuestra gastronomía hay pan hasta en la sopa (nunca mejor dicho, sopa castellana). Cuando salimos nos dirigimos a las escaleras de la Basílica de Saint Michael donde comimos la quiche mientras observábamos a un centenar de gitanos franceses recoger El Rastro de Burdeos. En aquellos momentos ya no podía comer más y Cody se acabó mi quiche. A todo esto, le pedí caminar un poco, porque el pretendía seguir probando alimentos y yo estaba a punto de reventar. Caminando entre puestos de chatarra variada y ropa de los años 90, llegamos a otro ultramarinos donde compramos unos tomates, un Camembert y algunas aceitunas al peso que se cogían directamente de unas orzas en el centro del local (tipo bazaar marroquí) junto con otras llenas de limones encurtidos, ajos en vinagre, etc. Para mi sorpresa fue muy económico. Con la misse en place de la merienda lista (a falta del vino que Cody iba a comprar) seguimos caminando hasta que encontramos el restaurante thailandés Pitaya.
El sitio me gusto bastante. Para ser sinceros es el restaurante que me gustaría tener. Informal y con buena comida. Tienen 10 platos y tres tipos de cervezas (dos thai y una china). Todos ellos se sirven en el mismo bol que, con una dimensión considerable, pretende asemejarse a un coco. Nos decantamos por un Pad Thai y dos Bao Bun. E aquí nuestra confusión cuando nos dan dos boles de algo que yo no hubiera dicho que es Pad Thai. Se trataba de dos Go Gun Thai. Una mezcla de Vermicellis (fideos de arroz), lechuga y zanahoria cortadas finas, ternera salteada con lemongrass y una salsa casera con bastante tamarindo. Mi estómago ya no podían más y tuve que pedir un tupper para llevarme la comida. Al acabar, ya eran eso de las 5 y había que pensar en recogerse. Decidimos ir a tomar un vino. Acabamos en un lugar llamado Le Bistro des Anges en la Rue Rode número 19. Allí preguntamos por el vino de la casa pero no tenían. Pedimos al camarero que nos recomendara su preferido. No apunté el nombre pero no me gustó demasiado y encima el trato no fue amable así que no os lo recomiendo. El menú de cena tenia buena pinta eso sí. Al salir del lugar decidimos ir al meeting point y hacer el último picnic con los productos que hablamos comprado en el bazar marroquí. De camino encontramos una tienda de cervezas artesanales y compramos un par de Hitachino Nest White Ale. Se trata de una cerveza japonesa al estilo White Ale Belga que incorpora coriandro, nuez moscada, piel y zumo de naranja; lo que la hace muy fresca y aromática.
En lo que terminábamos, el taxi de vuelta apareció y la hora de recogerse había llegado. Los dos hicimos un balance bastante positivo del viaje. Quizá no pudimos disfrutar del vino, lo cualquier cocinero o gastrónomo debería hacer en Burdeos, pero si puedo decir que conocimos un poco la ciudad y su gastronomía. Le pregunté a Cody con que se había quedado de todo el viaje. El me dijo que con los Éclair del desayuno. Yo sin embargo elijo la experiencia en sí. Haber disfrutado 20 horas de esa manera me ha hecho reflexionar sobre el valor del tiempo, lo mucho que puede aprovecharse y la cantidad de cosas que se pueden descubrir pese a que tu estómago permanezca punto de reventar durante la mayoría de ellas.
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